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Anónimo
Óleo sobre tela
31 x 27 cm
Siglo
XVII


Tras el Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, los santos adquirieron especial importancia, pues se convirtieron en intermediarios entre la doctrina católica y el fiel, y en modelos de vida para los habitantes del Nuevo Mundo. Pese a que la mayor parte de los santos venerados eran hombres, las mujeres también se representaron ampliamente en la América colonial, especialmente las mártires y las fundadoras de órdenes religiosas. En el Museo Santa Clara hay dos piezas de pequeño formato que muestran a una mártir: santa Lucía de Siracusa.


La historia de esta santa fue recogida por Santiago de la Vorágine en la Leyenda Dorada, texto del siglo XIII que reunió las biografías de los primeros creyentes en Cristo. Santa Lucía vivió a principios del siglo IV en Siracusa, Italia, durante las persecuciones a cristianos por parte del emperador Diocleciano. Pese a que había hecho voto de castidad, se comprometió con un pagano, quien la denunció con el cónsul Pascasio. Lucía fue condenada a varias torturas: se ordenó llevarla a un prostíbulo y también quemarla, pero ninguna de las dos situaciones tuvo los resultados que el cónsul esperaba; se le arrancaron los pechos y los ojos, pero milagrosamente recuperó la vista. Finalmente, la santa fue decapitada y murió como mártir de la Iglesia.


Dispuesta en el muro occidental del presbiterio, en esta imagen la santa aparece ataviada con un suntuoso vestido, señal de que pertenecía a una reconocida familia noble. En la parte alta del cuadro se eleva un ángel que sostiene sobre la cabeza de Lucía una corona de flores, símbolo con el que se distinguía a las santas vírgenes. En su mano derecha, ella lleva una hoja de palma, atributo iconográfico de los santos mártires. Una espada y una bandeja con sus ojos aluden al martirio que sufrió defendiendo su fe. El par de ojos presentados en la bandeja también guarda relación con su nombre, pues Lucía procede de la palabra "luz".


Pese a que esta santa ya era venerada en Europa desde el siglo VI, su iconografía no tuvo tanta difusión en la Nueva Granada, a diferencia de la de otras imágenes santas. Sin embargo, es reconocida en este territorio por ser la patrona de los enfermos de la vista. El que haya dos piezas dedicadas a ella en el Museo, puede interpretarse como señal de la importancia que pudo tener esta devoción entre las monjas que habitaron el convento clariano.