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Virgen de Guadalupe
Anónimo
Óleo sobre tela
84,6 x 67,3 cm
Siglo XVIII

Desde la Colonia hasta nuestros días, la Virgen de Guadalupe ha sido una imagen religiosa de suma importancia en México y en el resto de Latinoamérica. En la pintura vemos esta advocación rodeada de cuatro medallones en los que se narran los hechos milagrosos que presenció un indígena llamado Juan Diego en el cerro de Tepeyac y que fueron el punto de inicio de una devoción que trascendió la esfera de lo religioso, fue el estandarte de la lucha por la Independencia mexicana y se ha convertido en todo un ícono cultural.

En el centro de la pintura se encuentra la Virgen coronada, sostenida sobre una luna en cuarto creciente y vestida con una túnica rosa y un manto azul estrellado sostenidos por un ángel. En el borde inferior se lee la expresión latina Non fecit taliter que traduce “No hizo cosa igual con otra nación”. Estas palabras fueron pronunciadas por el Papa Benedicto XIV quien confirmó el patronato de la Virgen de Guadalupe sobre el virreinato de la Nueva España en 1754.

En las esquinas de la pintura se observan cuatro medallones, unidos por cintas de rosas, en los que se narran las apariciones que tuvieron lugar entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531. En la escena de la esquina superior izquierda, se relata el momento de la primera aparición, que ocurrió mientras Juan Diego se dirigía a la iglesia de Santiago el Mayor en Tlatelolco para asistir a misa. En el camino, el indígena escuchó que una mujer lo llamaba y así fue como, entre nubes, descubrió a la Virgen quien le comunicó que deseaba que construyeran un templo en su honor en aquel lugar y que para este efecto, debía transmitir su mensaje al obispo fray Juan de Zumarraga.

En la imagen ubicada en la zona superior derecha, se representa la segunda aparición en la que Juan Diego, acompañado por dos ángeles, le cuenta a la Virgen la incredulidad del obispo, quien no dio crédito a sus palabras y le exigió un signo certero del milagro. Continuando con el relato, en el tercer medallón se observa cómo Juan Diego, por orden de la Virgen, cortó rosas silvestres y las guardó en su capa para presentárselas al suspicaz obispo; y en el cuarto se aprecia el momento en el que el indígena visita al prelado y despliega su manta, dejando caer las rosas y develando la imagen milagrosa ante la que Zumarraga cae de rodillas maravillado.